De qué hablamos cuando hablamos de amor: la historia de Galy Galiano
Con temas como “La cita” o “Me bebí tu recuerdo”, el cantante de Chiriguaná, que se presenta en el FEP 2025, ha sido una voz decisiva en la educación sentimental de Colombia desde 1981.
—¿Tú crees que esa cosa cambió el mundo para bien o para mal?
Galy Galiano observa fijamente mi celular, que graba nuestras palabras desde una mesa baja en la que hay cruasanes, agua y uvas verdes. Lo observa y lo señala, lo cuestiona. “Ambas”, le respondo. Él me da la razón. Todavía recuerda todos los funerales en los que el cadáver ya estaba bajo tierra cuando los deudos apenas se enteraban de su muerte: dos puntos para la tecnología.
Pero añade algo más.
—Todo lo que tiene que ver con el amor se perdió.
Carmelo Galiano Cotes nació el 10 de febrero de 1958 en Chiriguaná, Cesar, al pie de la serranía del Perijá. Lo recuerda como un pueblo de calles de tierra, casas de bareque y techos de paja: una inmensidad llena de paz donde comía peto con avena y admiraba el vuelo de las guacamayas. Se despertaba a las cuatro de la madrugada para ordeñar a las vacas que mugían y por la noche se acercaba a las casetas donde tocaban los conjuntos vallenatos. Era muy joven para entrar, pero disfrutaba de la música desde afuera, sin que todavía supiera cómo ser parte de ella.
Le iba bien en geografía, su primera pasión fue el dibujo y antes de cantante fue lutier: fascinado por las frecuencias del bajo que rebotaban en su vientre, encontró un pedazo de madera, dibujó la silueta del instrumento y lo talló durante dos semanas hasta que quedó listo, con un parlante de un radio viejo como amplificador. Era una primera evidencia de ese deseo, transversal a toda su obra, de hacer algo tan universal como irreplicable. En la casa de su abuela acariciaba el destino que él mismo había forjado e imitaba las canciones de Alfredo Gutiérrez y Calixto Ochoa que sonaban en la radiola. Alguien le diría después que aunque todo lo hacía mal, le salía bien.
La leyenda de Galy Galiano, narrada aquí y allá durante cuarenta años, es tan singular que se antoja increíble. El bajo casero es la base de una mitología extensa: que con limón y detergente transformó su pelo liso en la melena crespa que lo caracteriza para alinearse con los afros que ostentaban Los Cumbiancheros del Ritmo, que necesitaban a un bajista y lo hicieron debutar a los doce. Que con la ayuda del público convenció a Calixto Ochoa de que lo dejara tocar el bajo en un concierto en Chiriguaná. Que a su primera agrupación, Los Diamantes del Cesar, la apodaron Los Cagaleches luego de que un perro orinara la leche que vendía uno de ellos.
Y para entonces ni siquiera era mayor de edad. En un baño del colegio, para aprovechar el eco, grabó su primera canción, una canción de amor. “Frío de ausencia” era un poema que su papá, Orlando, le había escrito a su mamá, Sonia; Galiano lo encontró en un cuaderno mohoso, veinte años después de escrito. Su nombre artístico era Galia, y presentó el tema en fiestas y serenatas. Al hacerlo suyo y cantarlo, aprendió a narrar los sentimientos. Aprendió que para cantar de amor debía ser tan descriptivo como su padre.
—¿Qué quiere decir ser descriptivo? —le pregunto.
—Es como cuando uno escribe un libro, hay que resolver los problemas de los personajes. Una canción es más corta, pero tienes que lograr eso. Resolverlos para que la gente pueda digerirlos. Yo creo que eso ha sido parte de mi esencia. Y lo entendí naturalmente desde el principio, no lo estudié.
—¿Y de su padre también aprendió que debía cantarle al amor?
—No, no —responde rápidamente—. Cantarle al amor sí es una necesidad.
Su abuelo, Carmelo Galiano, era un italiano que tocaba el violín y huyó de la Primera Guerra Mundial para llegar a Rincón Hondo, Cesar, donde se enamoró de Eliza, su abuela. Galiano contó esta historia en Llévame contigo, su libro autopublicado en 2021. Desde cierta perspectiva, cada historia puede ser una historia de amor.
En otras entrevistas Galiano había hablado del realismo mágico y su influencia para su debut literario, así que le pregunto cómo se manifiesta en su escritura. Él me escucha con atención y una amabilidad tan profesional que es distante, al alcance únicamente de quien lleva tantos años lidiando con la prensa. Él asiente y me responde otra cosa, me responde lo que me quiere responder: me habla de la esclerosis múltiple que dejó en coma a su abuela, de lo que él le contaba cuando se acercaba a su cama.
—Lo que me llevó a escribir el libro fue una inquietud que tuve desde niño: qué podía sentir una persona en estado comatoso. Llegaba a la cama de mi abuela Eliza y me hacía esa pregunta: si soñaba, si pensaba, si sentía. Creo que sí sentía, en lo profundo, porque tenía un quejido tétrico de ultratumba, ¿sí? Buscaba una bocanada de aire y era un sonido horrible que siempre lo tengo en mente. Yo intentaba que me dijera cómo era su universo adormilado. Le contaba nimiedades, cosas de niño. Pero un día me fui al cuarto contiguo y me quedé dormido en la hamaca. Fue extraño, me sentí transportado a su mundo y vi la vida diferente, como ella la veía. A su lado, escuché su conversación con la muerte. Ella le dijo: ¿Por qué no me llevas? ¿Qué estás esperando?
Pienso en insistir en el realismo mágico, pero me callo, asiento. Él continúa, concentrado.
—En el libro yo escribo: “Un capuchón negro camuflaba su esquelética figura y solo dejaba ver la sombra de dos cavernosos ojos que la acechaban desde una esquina, mientras con uno de sus huesudos dedos consentía el filo de la guadaña, anclada al hombro, esperando dar la estocada final”.
—¿Se lo sabe de memoria su libro?— pregunto, asombrado.
Responde con una risa ligera, sin darle importancia.
—Me sé algunos fragmentos.
La cifra sacude: quince millones de discos vendidos. Es difícil imaginar cómo se ven quince millones de discos. Y aunque él no beba licor, sí es posible pensar en millones de hogares que en sus fiestas familiares han bebido, cantado, comido y bailado con “La cita”, “Me bebí tu recuerdo” —hecha neopunk por Doctor Krápula en 2003— o “Quien entiende este amor”. Y con “Frío de invierno”, una de las tres canciones, junto con “Espérame” y “Escríbeme”, con las que alcanzó la lista Billboard. Fue el primer colombiano en hacerlo: era 1981, el inicio de dos décadas que confirmaron a Galiano como un absoluto portento comercial.
Esas tres canciones fueron parte de su debut, también titulado Frío de ausencia, un álbum de baladas. Solo salsa (1992) trajo el cambio que su nombre indica, y Amor de primavera (1994) mostró su habilidad para las rancheras; su último álbum, Más ranchero (2022), mantiene la misma línea. El periodista musical Jaime Monsalve escribe en En surcos de colores que Galiano es un placer culposo para los melómanos, y que “ha sido un baladista tardío, un cantante de despecho anterior a la existencia de esa etiqueta, un forastero en la salsa, un renegado del vallenato, un sólido y personalísimo compositor”.
«Pregúntele primero que cómo fue el viaje de apostar por otras musicalidades lejanas a la músicas de sabana y acordeón siendo alguien de Chiriguaná, Cesar», me pidió, emocionado, el fotógrafo Jorge Moreno Blanco luego de que le contara que esa mañana iba a entrevistar a Galiano. Es lo primero que aparece en todas las reseñas: que ha difuminado las fronteras entre géneros para moverse con plasticidad entre toda la música popular. Por eso la pregunta no lo sorprende, ya la ha respondido antes.
—Santiago, siempre me he dejado llevar por las emociones, ¿no? Si tú disfrutas, lo que haces tiene sentido. Yo he sido así, de temperamento impulsivo. Pero nunca llegué a pensar en hacer una salsa por esta razón o una ranchera por esta otra. Creo que mi voz me ha acondicionado para arriesgarme. Lo hacía natural, o sea…
—¿Por qué dice lo de su voz?— interrumpo.
—Mi voz tenía, o tiene, una tesitura que me facilita manejar ciertas cosas. Pero cuando estaba en México, grabando “Me bebí tu recuerdo”, dejaron el talkback abierto y escuché a los productores analizando mi estilo. Escuché su opinión en mis audífonos. Decían: “Así no se canta una ranchera".
—Querían un vozarrón.
—Sí, no sé, porque en la ranchera ha habido voces arrolladoras, voces varoniles. Para ellos lo que yo hacía no era para el mercado mexicano. Pero “Me bebí tu recuerdo”, compuesta por Oswaldo Franco, es una de las rancheras que más ha sonado en su mercado, y ya tiene más de cincuenta versiones hechas por ellos.
Su palmarés lo ha llevado a girar por Europa y a presentarse junto al Gran Combo en el Madison Square Garden, a recorrer Colombia a través de sus ciudades y pueblos, a ser un ícono de la música nacional; RCN lo reconoció así con Todo es prestao, la telenovela biográfica que le dedicó en 2016.
El éxito acepta distintas definiciones: escoge cualquiera y encontrarás que Galiano ha sido exitoso, muy exitoso. Pero hoy está “un poquito estresado”: faltan dos semanas para su presentación en el festival Estéreo Picnic y todavía piensa en la pinta que va a estrenar, en los detalles por afinar, en dar un buen concierto.
Las últimas cuatro ediciones del FEP han incluido a Grupo Niche (2019), Binomio de Oro (2022), Alci Acosta (2023), y Fruko y sus Tesos (2024). En 2025 es el turno de Galy Galiano. La música local —tradicional, auténtica, folclórica, familiar, sin descuidar la innovación: ese es el campo semántico de DeBÍ TiRAR MáS FOToS de Bad Bunny, por ejemplo— le disputa el poder a la global. Y el FEP no ha sido ajeno a esta transformación: en el último lustro, ha abierto su nicho alternativo original para hacerle campo a la música popular colombiana. O, como tuiteó @taltalivan, se convirtió gradualmente en El show de las estrellas. Es el momento perfecto: “Quien entiende este amor” se hizo viral en TikTok hace unos meses, y su hijo Mauricio convirtió “La cita” —una parada ineludible cuando la madrugada le abre paso a la salsa romántica en las noches alternas bogotanas— en un reggaetón. Galy Galiano en Estéreo Picnic: sí, tiene todo el sentido.
—¿Cómo ha sentido la relación del público joven con su música?
— A ver, Santiago: el amor tiene una forma. Eso no lo puedes cambiar. No hay otra manera de decirle a una mujer que te gusta que decirle: ¿Sabes qué? Me gustas. Eso no va a cambiar jamás. Nuestras canciones han sido descriptivas de lo cotidiano, de lo cultural, de cómo sentimos los latinoamericanos, no importa que pasen los años. Los textos que yo escribo los extraigo de lo que vivo, que es lo que vives tú, que es lo que viven todas las personas. Pasarán generaciones tras generaciones que entenderán lo que uno quiso decir.
Lo sentí en el concierto de Niche de 2019: la melodía inicial de “Una aventura” nos sintonizó a las miles de personas del público con una fuerza que no podían lograr ni Kendrick Lamar ni Arctic Monkeys. Era una memoria inconsciente de haber escuchado el coro en taxis, centros comerciales y navidades. Iba más allá del gusto, era un gen cultural contundente que esperaba dormido para manifestarse. Éramos esa música que también escuchaban nuestros papás y nuestros abuelos, éramos la herencia que habíamos recibido.
Darío Gómez murió en 2022 y Galy Galiano recordó que la música popular era la descripción exacta de lo que éramos, de lo que vivíamos, de lo que sentíamos. Aunque no siempre se entendió así. Galiano recuerda una época cuando la popular era música que se escuchaba con las ventanas del carro arriba, con cierta vergüenza: como decía Monsalve, un placer culposo.
—Pues uno sabía que eso estaba ahí, ¿no? Que a la gente de cierto estrato social le daba pena. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que cantábamos lo que ellos sentían: ¿por qué tengo que esconder algo que me llena de emoción y que me dice la verdad? Sí, fue un proceso para convencer a la gente. De pronto ahora la nueva generación de artistas está gozando de eso que uno no gozó. Pero bueno, estamos disfrutando el cariño de la gente porque abrimos este espacio.
—Entonces usted abrió ese camino.
—¡Claro! Santiago, eso de "despecho" lo inventamos nosotros. Esa palabra creo que no existía en la Real Academia de la Lengua: nació cuando empezamos a cantar ese tipo de canciones.
—O sea que la Real Academia le debe a usted la palabra
—No, no, no estoy diciendo eso. Pero sí creo, culturalmente, puede que uno contribuya en algo, ¿no? —corrige rápidamente, y cambia de rumbo para volver al guion en el que se mueve con comodidad—. Lo bonito de la música, Santiago, es que es un gran espectro en el que no solamente se asocian las cosas que le competen al corazón. Uno escribe canciones de paz. Es un golpe bajo que en estos tiempos uno escuche guerras en el Medio Oriente y una cantidad de cosas absurdas, cuando supuestamente el ser humano ha dado unos pasos gigantes. Nuestra política como artistas es llevar paz, llevar amor a través de las canciones.
Admira a Pipe Bueno, ha colaborado con Jorge Celedón y Jessi Uribe, y presume haber descubierto a Paola Jara en el programa Se busca intérprete. Con sus hijos formó Galiano Producciones. Lleva tanto en la música que empezó cantando poemas de su papá y ahora puede hacer lo mismo con las letras de su hija. “El mal marido”, de 2013, fue compuesta por su hija Melissa.
También escucha Bob Marley, Rod Stewart y Guns N’ Roses. Y reggaetón: no solo admiró las innovaciones de Calle 13, sino que consideró que podría haber inventado el género en una de sus tantas experimentaciones.
—Hace 35 años escuchaba mucha música africana, y me llamaba mucho la atención su evolución. Escuchaba un sonido auténtico, que para mí era nuevo. Yo intenté hacer alguna cosa por ahí: “A manos llenas”, digamos. Yo he sido muy inquieto, me gusta experimentar.
Sería una buena cereza para su pastel: que además de todo lo que ya saben, Galy Galiano hubiera inventado el reggaetón.
—Ah, me está poniendo un punto bonito de nostalgia.
Su gusto por el dibujo desembocó en la carrera de arquitectura y un apartamento en Barranquilla que compartió con José Vásquez, bajista del Binomio de Oro. Tenía veinte años cuando decidió aprovechar sus vacaciones para conocer Bogotá. Fueron treinta horas en tren desde la estación de Chiriguaná, que quedaba al frente de su finca, hasta la Estación de la Sabana, y de ahí al barrio Quirigua, en Engativá. Ya pasaron casi cincuenta años y sonríe cuando le pregunto por esa primera vez.
—Bogotá era más fría, oscura y nublada. Yo llegué en el tren de palitos, que venía de Santa Marta; a veces había tanta gente que no había ni dónde sentarse. En Bogotá vivía un amigo del colegio, Samuel Zacarías Martínez: el Chácara. Era tremendo. Yo lo llamé: “Oye, Chácara, voy a visitarte a Bogotá”. Él me decía Melancólico, por esa frase de “Frío de ausencia” que dice “Melancólico y cobarde”. Hablaba así, un poco apocopado con las palabras, con el acento y la jerga de Chiriguaná. Y me dijo: “Oye, Melancólico, te voy a decir una cosa: cuando vengáis, no me vayas a decir Chácara. Tenéis que decirme Samuel Zacarías”. “Está bien, Chácara”, le dije cuando nos despedimos.
Aparecen, de nuevo, versiones contradictorias. Algunas proponen que este viaje fue el intento desesperado de Galiano por probar suerte en la industria musical, lejos de casa, pero él me dice que solo quería pasear. Llegó con su guitarra envuelta en un estuche que imitaba la piel de un tigre —"Uy, cuidado con el tigre", gritó un gamín al verlo pasar— como llegaba a cualquier parte, por si acaso. La media de ron que había sacado el Chácara ya se iba a acabar esa noche y entre canciones le dijo: "Oye, Melancólico, te voy a llevar a un estudio donde graban los artistas". Era en el centro de Bogotá y al otro día se sentaron en la sala de espera, sin saber qué esperaban. De una puerta salió el músico antioqueño Fernando Calle, al que Galiano había visto en uno de los dos televisores que había en Chiriguaná, un foco de socialización alrededor del que se agrupaba un puñado de asientos. Lo vio y reconoció la oportunidad.
—“Compadre”, lo llamé, y le eché mi historia, ¿no? Él no sabía dónde quedaba Chiriguaná, pero como era bromista, entró al estudio y le dijo a Ricardo Acosta, su productor: "Oye, Richard, ahí te busca un artista”. Pura mamadera de gallo. Pero salió Richard y a él también le eché la historia y le di un casete con mis canciones y mi número. Y ya, me devolví a la Costa a seguir estudiando arquitectura.
Que para sobrevivir en Bogotá dio clases de música a alumnos que sabían más que él, pero quedaban impresionados ante su feeling costeño. Que tostaba maíz para venderlo en los teatros. Al año siguiente lo llamó Ricardo Acosta para grabar un disco para FM Discos y Cintas, pero al gerente no le gustó, así que lo que iba a ser Frío de ausencia esperó en un cajón hasta que Roberto Mendízabal, del sello mexicano Peerless, compró los derechos. Sin haber sido publicado en Colombia, su debut fue el más vendido del año en México y Centroamérica. Por eso le otorgaron el premio Dama de Plata, que debía recibir en Ciudad de Guatemala. Era la primera vez que viajaba en avión, que salía de Colombia.
En su pasaporte salió como una gallina asustada, así que se compró una camisa de seda roja y se fue a Foto Japón a repetir la foto. Ahí sí quedó satisfecho.
—La recorté y la pegué encima con cinta. Imagínate, eso es un delito. Cuando voy pasando inmigración, me dicen: "¿Señor Carmelo Galiano?” y me llevaron preso. Pero me dejaron viajar al ver mi inocencia.
Antes del viaje a Ciudad de Guatemala, Galiano y Acosta se habían sentado en un bar de Bogotá a buscar un nombre artístico. Todavía firmaba como Galia, al igual que en los tiempos del colegio. El cubano tomó una servilleta y empezó a escribir posibilidades. A partir del apodo original llegó a un nombre que anotó y encerró en un círculo. Todos los carteles que le dieron la bienvenida en el Aeropuerto Internacional La Aurora confirmaron su nueva identidad: ni Galia ni Carmelo. Con su récord en ventas y un nuevo disco, era Galy Galiano.
“Y pregúntele qué estaba pasando en su mente/vida/oídos cuando decidió hacer este tema que suena más a italo disco que a cualquier otra cosa”, me dijo Moreno Blanco por Instagram, y me mandó el link de “Igual que ayer”.
—Es una de las canciones que más me encanta. Me he movido por muchos géneros, pero yo guardo un rockero en el fondo. Eso me mueve, me mueve. Claro que me que me sollé ahí. Incluso, ¿cómo se llama este cantante nuevo que canta como Michael Jackson?
—¿Bruno Mars? —aventuro.
—Bruno Mars. Mira lo que te voy a decir: yo sé que él no ha escuchado “Igual que ayer”, que ya había salido cuando él nació, pero él tiene una canción que parece que me hubiera copiado. No me va a copiar, es broma, es un artista muy grande. Pero “Igual que ayer” trascendió.
El español Alejandro Jaén contó una vez que compuso “La cita” para Leonardo Favio. Al final fue Galiano el que interpretó este delirio psicológico en el que la infidelidad se convierte en trampas e investigaciones, un corte delicioso que funciona como thriller y como incentivo para pedir otro litro de guaro.
En 2013 volví a Bogotá luego de vivir cinco años en Lima, y con mi prima y su novio vimos sin parar, cientos de veces, el video de “La cita”. Una toma en particular siempre capturaba nuestra atención, incluso por encima de la sorpresa que se lleva la mujer infiel al prender la luz y encontrar a su hombre esperándola en esa habitación de hotel. Me refiero a la toma en que Galy compra un raspado —parece un raspado— y le quita el sombrero al vendedor, con tanta ligereza que me cautiva.
—Galy, a mí me encanta el video de “La cita”.
—Oye, cómo se les ocurre a los productores sacarme en pantaloneta con estas patas tan flacas, de carrao. Pero bueno, esas son las cosas de la vida.
Que si se hace mascarillas, que si importa su ropa de Italia, que si cuida tanto su melena blanca, como una espuma sutil, porque es el secreto de su fuerza: la prensa dice que Galy Galiano es vanidoso.
—¿Usted se considera vanidoso?
—Un poco.
—¿Es verdad que Jorge Varón le dijo que no podía salir en El show de las estrellas porque era muy feo?
—Sí.
—¿Cómo fue eso?
—Yo hice un escándalo allá en Chiriguaná para que todo el mundo me viera, era la primera vez que iba a salir. Pero no registraba bien: estaba la mitad de flaco que ahora, una cosa tremenda. A Jorge no le gusta que hable de esto, tal vez lo hizo con buena intención, porque no registraba bien. Y en ese tiempo las compañías discográficas cuidaban mucho a los artistas. Después vino el éxito y ya me tocaba presentarme, feo o como fuera. Esa vez salí con un artista español llamado Bertín Osborne: un tipo de dos metros, mono, ojiverde. Tremendo modelo, y yo chiquitico.
Jaime Monsalve escribe sobre Galiano que, “incomprensiblemente para muchos de sus congéneres, también ha sido un redomado símbolo sexual de melena encanecida”. Galiano ha hablado sobre cómo la fama lo agarró desprevenido y tuvo que aprender a firmar autógrafos, a tratar con las aficionadas, a recibir todas las ofertas imaginables. Le dijo a Blu Radio: “He sido coqueto. Soy así por naturaleza”. “Amor de primavera” trata de una infidelidad que casi acaba su matrimonio con Sandra Bernal, la mamá de sus tres hijos. Su estatus de símbolo sexual articula toda una rama de su mitología: que si una niña de diecisiete años que se casaba al otro día quería entregarle su virginidad. Que si las aficionadas entraban a los camerinos para que firmara sus pechos. Que si un hombre armado exigió que le diera un beso a su esposa.
—Está bien que uno le pueda dar un abrazo y un beso en la mejilla, pero que el tipo insista, medio amenazante, para que uno le dé un beso a su esposa en la boca… es inusual —recuerda.
La leyenda trasciende la coquetería. Galiano me confirma que se presentó tanto para las FARC, en el Caguán, como para Pablo Escobar y su familia; la favorita de la esposa del capo era “Dos corazones”. Son tantas historias que él mismo considera escribir un anecdotariol. Son tantas que le pido que me regale una nueva, inédita. Y se devuelve a un día de concierto en un pueblo de Santander del que no recuerda el nombre.
—Yo empiezo a ver que llegaba la gente y se asomaba por las ventanas del hotel, por la puerta. Miraban y miraban. Se había regado en el pueblo que yo era Galy Galiano, pero el falso. Llegó la policía y me pidió papeles, ¿no? Y me dijeron: “Usted no es Galy Galiano, sino Carmelo Galiano”. Entonces me llevaron preso.
—Lo metieron a la cárcel por no ser usted.
—El coliseo estaba lleno y yo preso. Tuvo que ir una de las monjas del coliseo a aclarar: “Sí, ese es el señor”.
Desde la ventana de su hotel, Galy Galiano suele observar al que en unas horas va a ser su público. Nota cómo reaccionan a sus canciones y, así, una de las personas que más le ha enseñado a Colombia de qué hablamos cuando hablamos de amor también aprende algo al respecto con cada gesto. Sus aficionados le cuentan qué canciones han ambientado qué momentos: matrimonios, pedidas de mano, el repertorio es amplio. Lo conoce desde ambos lados: si Colombia escucha a Galy Galiano para entender el amor, él todavía escucha a Calixto Ochoa y Alfredo Gutiérrez, los maestros que le enseñaron este lenguaje universal.
—Antes el amor era distinto, más puro. El enamoramiento crea una atmósfera muy distinta a la de los mensajes de WhatsApp: te ves con esa persona esa misma tarde y chao. Puede que la pasen bien, pero te voy a decir una cosa. En ese tiempo en que estaba en Barranquilla tenía una novia en Cartagena. Yo me despertaba a la media noche llorando y cogía un bus para allá. Ese tipo de cosas ya no existen, esas emociones desaparecieron.
Por eso, tal vez, necesitamos las canciones de amor. Para recordar cómo amábamos antes, para imaginar nuevas formas de amar. Por eso volvemos a ellas una y otra vez, son un destino primigenio.
En esa mesa baja, mi celular todavía graba la conversación. Ahora yo también lo observo y hago las últimas preguntas. Intuyo la respuesta, pero pregunto de todas formas.
—¿Cómo está el amor hoy?
Sus palabras son un suspiro melancólico.
—Yo creo que lo podría decir con una sola palabra: insípido.